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«Dream Come True» en MALBA: la balada de Yoko

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El siglo XXI no admite discusiones acerca de la existencia del arte conceptual. Sin embargo, algunos desprevenidos asistentes a la muestra de Yoko Ono en el MALBA todavía manifiestan sorpresa e incomodidad. El discurso clásico, casi un cuento infantil, en el que Yoko es solo la mujer que separó a los Beatles, tiene más adeptos de lo esperable.
El desafío de seguir una instrucción simple como subir una escalera y buscar una palabra con una lupa en el techo nos enfrenta a completar con nuestro cuerpo la experiencia de la artista. En principio puede parecer tonto, risueño, hasta que descubrimos que le impusimos acción a nuestras piernas y nuestras manos y que no pudimos permanecer estáticos para acoplarnos a la propuesta. A esta altura, es obvio decirlo, la contemplación típica de la visita al museo quedó atrás.
Si la casa de Yoko fue o no más grande que la del emperador de Japón, si su vida sentimental juvenil era un melodrama, si John la esperó o no el famoso día que encontró la galería de exposiciones cerrada, son datos que hacen a la anécdota, al contexto de producción de una obra que constituye una excursión por los avatares del hombre (y la mujer, claro) desde la segunda posguerra hasta hoy.
En momentos en que la más torpe performance cobra notoriedad si consigue ser reproducida por los medios, la invitación de Yoko a cortarle el vestido sobre su cuerpo como hace décadas o sobre el de actrices, como se representa hoy, sigue siendo movilizador, escandaloso e invasivo. Enfrenta a la paradoja casi figurativa de la violencia que muchas mujeres padecen por ser mujeres y que, testimonios mediante, no proviene exclusivamente de los hombres.
Hace unos años, quienes seguíamos los pasos de Yoko por Facebook, fuimos testigos del crecimiento exponencial de las imágenes que nutrían ese álbum virtual titulado My Mommy is Beautiful. Allí, adultos y niños aportaban -y aportan- fotografías de sus madres desde el sepia al digital. Hoy, las mismas fotos devinieron en homenaje. Tal vez sean las madonnas del tiempo que transcurrimos.

La reparación del planeta o por qué no de una vida o de una relación, está simbolizada en la reconstrucción de una vajilla. Tomarse el trabajo de pegar o unir con paciencia un plato es la analogía de ser capaz de asumir un compromiso con el otro o con el reciclaje. No el compromiso naïf de dejar de comer gliptodontes para que no se extingan, o sí por qué no, pero también la jugada audaz de usar la tranquilidad zen como herramienta para darle vida a lo que se presupone muerto o descartado.
Hay un Yokófono, tiene nombre de escultura pero mi pertenencia pop no me permite llamarlo de otra manera, un teléfono rojo al que Yoko llama en sus exhibiciones. Supongo que solo hay que atender y saludar o contestar alguna pregunta. Dicen que sonó más de tres veces pero nadie atendió. Puede ser tonto pudor o esa manía tecno individualista de responder solo al propio celular.
Está todo cubierto de una posmodernidad sabia. Los contenidos no son expresos pero se los sugiere, se los guía. Podría montarse en un “no lugar” como la sala gigante de un aeropuerto o en un depósito o hasta en los corredores del Metrobus. Es omnipresente, de hecho convivimos con ella en la ciudad. Nos rodean invitaciones que se vuelven casi imperativas como la que reza: “TOCA”, con tipografía negra sobre fondo blanco. Se expande en los subtes, las calles, los carteles, Yoko es como Droopy suelta en Baires.
El discurso de la paz lo atraviesa todo. Desde la visceralidad de los culos caminando hasta la certeza de que fue esa la muesca que tatuó en la lírica de Lennon. Un Lennon que terminó siguiéndola como si fuera Jesucristo, un Lennon que nos mira desde un video que se proyecta ad infinitum en la pared. “Ahora John está sonriendo”, dice un muchacho mientras los fotogramas muestran una mueca rara que no termina de definirse. No estoy tan segura, pero tal vez sí.

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